Empezaron, todo hay que decirlo, con un buen empujón. Comenzaba mi andadura profesional y, falto de experiencia clínica propia, debía recurrir a la historia de la especialidad para orientarme a través de sus conceptos. En este sentido la sacudida foucaultiana había resultado devastadora. Lustros de mentes aturdidas circulaban aún entre la intelectualidad historiográfica. Voces como las de Marcel Gauchet y Gladys Swain habían contestado, aunque poco (y apenas nadie ya escuchaba): al reproche social de Foucault habían respondido con un elogio racionalista no menos moralizante. Algunos historiadores (los más finos, otros entraban a demoler sin miramientos) cifraban la humanidad de los orígenes de la psiquiatría en la razón, que unos le negaban y otros le devolvían invocando, respective, a Kant y a Hegel. Quise ver (2010) en la obra de Guislain un modo de librarme de aquella insufrible china del “resto de razón en el alienado” que estorbaba a mi entender la comprensión del sufrimiento atendido por los primeros psiquiatras. No eran la razón ni su falta lo que medía la enfermedad —me autorizaba Guislain a sostener— sino la pasión (el pathos, claro). Kierkegaard contra Hegel. Me parecía una oposición más esclarecedora que la de Hegel contra Kant. El tropiezo: mi tesis se mantenía en un terreno metafísico, el de ese algo (ahora la pasión) que da cuenta del todo que nos ocupa: el sufrimiento mental. Y la metafísica, ya saben: cierra.
Repetí el error cuando en 2016 Pablo Ramos tuvo la generosidad de contar con mi participación en un dossier titulado Clínica y subjetividad. Mi empeño siguió centrado en mostrar cómo no era falta de razón lo que caracterizaba la enfermedad mental. Aunque si en 2010 había querido ofrecer una alternativa (la pasión), ahora me conformaba con desarticular la tesis racionalista, fundamentalmente rebatiendo la lectura que Gladys Swain había hecho de Kant. Para Swain, el modelo kantiano ofrecía la razón en modo binario: presente o ausente, y salud y enfermedad mental constituían sus trasuntos nosológicos. Hegel, en cambio y según la autora, ofrecía una aproximación dialéctica que permitiría el diálogo (fuera en di–senso o en con–senso) con el antes in–sensato. La lectura swainiana de la razón en Kant me parecía equivocada y eso traté de mostrar: Kant no solo no identifica en su obra crítica razón y sensatez sino que hace precisamente lo opuesto, esto es, denunciar todas las fugas del sistema racional y defender la necesidad de otros modos de comprender el mundo. Esta crítica a la lectura kantiana de Swain y sus implicaciones nosológicas me sigue pareciendo válida. No, sin embargo, la conclusión (de nuevo metafísica) que pretendí extraer de ello: si los límites le son a la razón constitutivos no pueden servir para distinguir en ella salud de enfermedad (como se pretendía, en efecto, en Krankheiten des Kopfes de 1764; y como en nuestro siglo ha avalado Patrick Frierson), pues toda razón de mundo es razón con fallas. El desliz: de lo trascendental a lo fenoménico (de la razón trascendental a la razón humana). El tropiezo: haber recaído en la metafísica asunción según la cual la racionalidad y sus desórdenes podían constituir (aunque fuera para negarlo) el lugar del sufrimiento mental. Y esta era la tesis básica del trabajo. Una conclusión que se resistía a serlo apuntaba a la mundanidad, a la corporalidad y a la facticidad como lugares del sentido; y enfatizaba la dispersión de los relatos, la multiplicidad de las visiones del mundo, finitas e inconmensurables. De un modo escasamente aclarado se venía a desalojar la racionalidad del plano metafísico (en el que se había mostrado estéril) para reubicarla en el discurso, que se esbozaba —sin justificar aún— plural y situado. Ahí quedó un tiempo.
En 2018 retomé esta última cuestión en unos apuntes dedicados a una psicopatología que llamé del habla sin advertir de modo suficiente el carácter ablativo de la expresión. Defendí —en línea con lo antedicho— una concepción del lenguaje que lo tomara situado e histórico frente a un esencialismo que identifiqué con la gramática universal chomskyana. Así fue que en un apretujado hatillo metí el logos platónico doblado por Lledó y Agamben, la gramática de Nebrija y la Escuela de Copenhague. Menciones sueltas a Heidegger y Wittgenstein. Parecía todo dicho. Dicho o, mejor, hablado. Hablado en un lenguaje moldeado a partir de sedimentos de mundo, por una sensibilidad anónima (Cassirer), en una comunidad hablante (Humboldt). Dos cabos quedaban por atar: la referencia, que ni se discutía ni se aclaraba (aunque la abierta defensa del habla sobre el lenguaje —Heidegger y Nebrija— invitaba a la distensión); y el papel, planteado entre otros por Gadamer o Habermas, de cada cual sobre la lengua. Si, respecto a esto último y como no puede ser de otro modo aunque yo entonces no lo viera, la unidad conferida por el habla no es solo legado de una tradicional convención sino también, como Humboldt reclamara, producto de creación, sentido de la experiencia en cada cual (que en definitiva forja la tradición futura), el juego de creación (de unidad, de unidades) sobre la realidad (múltiple) no podía ser desatendido, ni su lugar obviado: la experiencia. Pero ese cabo quedó suelto y el texto desarraigado.
En 2020, en diálogo con Pablo y Soledad, ahondé en mi relectura kantiana sobre el nacimiento de la psiquiatría (aquí prepublicada) y retomé el lugar de los nombres. La cuestión semiológica fundamental me parecía resumida en el interrogar de López Piñero acerca de cómo pudo Laënnec «[s]obre la base de un número tan extraordinario de datos que resulta casi increíble que pudieran ser reunidos por una sola persona, [...] reducir los sonidos multiformes que se oyen auscultando el tórax humano». El juicio reflexionante kantiano parecía resolver este extremo satisfactoriamente:
«Toda comparación de representaciones empíricas destinada a reconocer en las cosas de la naturaleza leyes empíricas y las formas específicas que a éstas corresponden, pero que concuerdan genéricamente con otras al compararlas, presupone que la naturaleza, con respecto a sus leyes empíricas, observa una cierta parquedad adecuada a nuestro Juicio, y esta presuposición debe preceder a toda comparación», «en otras palabras, que siempre se puede presuponer en sus productos una forma que sea posible según leyes generales cognoscibles por nosotros» (Kant, Primera introducción a la Crítica del Juicio, 2011, págs. 51 y 50, respect., destacados del original; cf. Thornton, Clinical judgement and individual patients, 2009).
La importancia de este proceder lógico para la medicina entera la expuse con el último arranque primaveral en una breve charla bajo el título de La psiquiatría y su epistemología como paradigma médico, en la que además subrayé la feliz concurrencia del cauce lógico que Peirce daría a esta anticipación de hipótesis o presuposición de formas con el falsacionismo popperiano (Chauviré, 2005). ¿Quedaba acaso resuelto el juicio clínico? La respuesta kantiana era al cabo tan vieja como el milenio. ¿Tantos tropiezos para dar en lo trillado? No es que sea nunca tiempo perdido el dedicado a recorrer por uno mismo las preguntas fundamentales del saber, muy al contrario, resulta imprescindible. La cuestión era si había llegado al final: no a la respuesta última sino a la pregunta primera (en la que seguir indagando). Para ser honesto debo reconocer que sí lo creía, y no se podrá decir que anduviera muy equivocado al conceder —como ilustrara Sócrates a Fedro (266b)— tal importancia a la cuestión “de las divisiones y uniones, que me hacen capaz de hablar y de pensar” (Gredos, 1988, trad. E. Lledó, p. 386; Stephanus: Fedro, 266b). Precisamente con Platón tenía previsto continuar mi estudio.
Repetí el error cuando en 2016 Pablo Ramos tuvo la generosidad de contar con mi participación en un dossier titulado Clínica y subjetividad. Mi empeño siguió centrado en mostrar cómo no era falta de razón lo que caracterizaba la enfermedad mental. Aunque si en 2010 había querido ofrecer una alternativa (la pasión), ahora me conformaba con desarticular la tesis racionalista, fundamentalmente rebatiendo la lectura que Gladys Swain había hecho de Kant. Para Swain, el modelo kantiano ofrecía la razón en modo binario: presente o ausente, y salud y enfermedad mental constituían sus trasuntos nosológicos. Hegel, en cambio y según la autora, ofrecía una aproximación dialéctica que permitiría el diálogo (fuera en di–senso o en con–senso) con el antes in–sensato. La lectura swainiana de la razón en Kant me parecía equivocada y eso traté de mostrar: Kant no solo no identifica en su obra crítica razón y sensatez sino que hace precisamente lo opuesto, esto es, denunciar todas las fugas del sistema racional y defender la necesidad de otros modos de comprender el mundo. Esta crítica a la lectura kantiana de Swain y sus implicaciones nosológicas me sigue pareciendo válida. No, sin embargo, la conclusión (de nuevo metafísica) que pretendí extraer de ello: si los límites le son a la razón constitutivos no pueden servir para distinguir en ella salud de enfermedad (como se pretendía, en efecto, en Krankheiten des Kopfes de 1764; y como en nuestro siglo ha avalado Patrick Frierson), pues toda razón de mundo es razón con fallas. El desliz: de lo trascendental a lo fenoménico (de la razón trascendental a la razón humana). El tropiezo: haber recaído en la metafísica asunción según la cual la racionalidad y sus desórdenes podían constituir (aunque fuera para negarlo) el lugar del sufrimiento mental. Y esta era la tesis básica del trabajo. Una conclusión que se resistía a serlo apuntaba a la mundanidad, a la corporalidad y a la facticidad como lugares del sentido; y enfatizaba la dispersión de los relatos, la multiplicidad de las visiones del mundo, finitas e inconmensurables. De un modo escasamente aclarado se venía a desalojar la racionalidad del plano metafísico (en el que se había mostrado estéril) para reubicarla en el discurso, que se esbozaba —sin justificar aún— plural y situado. Ahí quedó un tiempo.
En 2018 retomé esta última cuestión en unos apuntes dedicados a una psicopatología que llamé del habla sin advertir de modo suficiente el carácter ablativo de la expresión. Defendí —en línea con lo antedicho— una concepción del lenguaje que lo tomara situado e histórico frente a un esencialismo que identifiqué con la gramática universal chomskyana. Así fue que en un apretujado hatillo metí el logos platónico doblado por Lledó y Agamben, la gramática de Nebrija y la Escuela de Copenhague. Menciones sueltas a Heidegger y Wittgenstein. Parecía todo dicho. Dicho o, mejor, hablado. Hablado en un lenguaje moldeado a partir de sedimentos de mundo, por una sensibilidad anónima (Cassirer), en una comunidad hablante (Humboldt). Dos cabos quedaban por atar: la referencia, que ni se discutía ni se aclaraba (aunque la abierta defensa del habla sobre el lenguaje —Heidegger y Nebrija— invitaba a la distensión); y el papel, planteado entre otros por Gadamer o Habermas, de cada cual sobre la lengua. Si, respecto a esto último y como no puede ser de otro modo aunque yo entonces no lo viera, la unidad conferida por el habla no es solo legado de una tradicional convención sino también, como Humboldt reclamara, producto de creación, sentido de la experiencia en cada cual (que en definitiva forja la tradición futura), el juego de creación (de unidad, de unidades) sobre la realidad (múltiple) no podía ser desatendido, ni su lugar obviado: la experiencia. Pero ese cabo quedó suelto y el texto desarraigado.
En 2020, en diálogo con Pablo y Soledad, ahondé en mi relectura kantiana sobre el nacimiento de la psiquiatría (aquí prepublicada) y retomé el lugar de los nombres. La cuestión semiológica fundamental me parecía resumida en el interrogar de López Piñero acerca de cómo pudo Laënnec «[s]obre la base de un número tan extraordinario de datos que resulta casi increíble que pudieran ser reunidos por una sola persona, [...] reducir los sonidos multiformes que se oyen auscultando el tórax humano». El juicio reflexionante kantiano parecía resolver este extremo satisfactoriamente:
«Toda comparación de representaciones empíricas destinada a reconocer en las cosas de la naturaleza leyes empíricas y las formas específicas que a éstas corresponden, pero que concuerdan genéricamente con otras al compararlas, presupone que la naturaleza, con respecto a sus leyes empíricas, observa una cierta parquedad adecuada a nuestro Juicio, y esta presuposición debe preceder a toda comparación», «en otras palabras, que siempre se puede presuponer en sus productos una forma que sea posible según leyes generales cognoscibles por nosotros» (Kant, Primera introducción a la Crítica del Juicio, 2011, págs. 51 y 50, respect., destacados del original; cf. Thornton, Clinical judgement and individual patients, 2009).
La importancia de este proceder lógico para la medicina entera la expuse con el último arranque primaveral en una breve charla bajo el título de La psiquiatría y su epistemología como paradigma médico, en la que además subrayé la feliz concurrencia del cauce lógico que Peirce daría a esta anticipación de hipótesis o presuposición de formas con el falsacionismo popperiano (Chauviré, 2005). ¿Quedaba acaso resuelto el juicio clínico? La respuesta kantiana era al cabo tan vieja como el milenio. ¿Tantos tropiezos para dar en lo trillado? No es que sea nunca tiempo perdido el dedicado a recorrer por uno mismo las preguntas fundamentales del saber, muy al contrario, resulta imprescindible. La cuestión era si había llegado al final: no a la respuesta última sino a la pregunta primera (en la que seguir indagando). Para ser honesto debo reconocer que sí lo creía, y no se podrá decir que anduviera muy equivocado al conceder —como ilustrara Sócrates a Fedro (266b)— tal importancia a la cuestión “de las divisiones y uniones, que me hacen capaz de hablar y de pensar” (Gredos, 1988, trad. E. Lledó, p. 386; Stephanus: Fedro, 266b). Precisamente con Platón tenía previsto continuar mi estudio.
Pero Pablo Ramos había dicho algo. Resignado al vino con gaseosa y al cachopo, había dicho algo. Pablo Ramos habló —al desgaire, como suele— de ontología. Oviedo invitaba sin duda a mencionar a Gustavo Bueno. El pluralismo ontológico estaba sobre la mesa. De postre, una ración de symploké. Apetecible pero, ¿cómo digerir la mixtura de materialismo y Kant? Y por encima de ello: ¿no me estaba exponiendo a una intoxicación metafísica? Entendí, tras mucho cavilar: similia similibus curantur. Sólo aceptando la rumiación ontológica es posible conjurar los peligros de la metafísica. Y debo con ello reconocer el grandísimo error, tal vez el de mayor calado de los por mí cometidos hasta la fecha: desdeñar, por aversión a su extremo metafísico, la necesidad de esta reflexión ontológica. Pues con ello volvemos al principio: ¿qué ampara el cierre de la totalidad que tantos, metafísicos y moralistas diría Esquirol (1805), acometen? La asunción de una ontología monista. ¿Qué problemas acarrea el monismo? Tal vez un origen mítico, una impotencia epistémica, una belicosidad inherente. Tal vez. Es preciso aclararlo.
Ahora se me ocurre un trenzado argumental por el que derivar la necesidad de la reflexión ontológica a partir de los límites de la lógica del juicio pero faltaría a la verdad si pretendiera haber recorrido este camino. El claro lo abrió Pablo Ramos en una Asturias otoñal. Lo que sí tenía claro era que el apetito ontológico abierto no podía responder a la misma necesidad que la de Pablo. Su hambre de realidad venía de un largo lamento por una subjetividad frágil, constitutivamente anémica, objeto para él irrenunciable a la par que inaprehensible de la psiquiatría. Hay que tratarla con esmero y sostenerla respetando sus nudos, pespuntes y jaretas; la pluralidad de sus costuras y enveses. Yo debo aún justificar mi ontológica sed.
Recapitulación. Atiné en 2010 al denunciar las lecturas racionalistas de la historia de la psiquiatría pero erré al proponer una antropología de inspiración kierkegaardiana como alternativa (que osé llevar ese mismo año hasta Bilbao). En 2016 no había avanzado mucho, leía mejor a Kant pero su aplicación en psicopatología no era por mi parte menos deficitaria; atisbaba acertadamente aspectos de la fragmentariedad del discurso pero la ausencia de fundamento era abrumadora. En 2018 ilustré dos casos valiosos de lenguaje situado: la gramática de Nebrija y la locura de Van Gogh, pero faltaba —paradójicamente— discurso. En el trabajo Kant y el sentido pragmático de la psiquiatría creo haber dado definitiva cuenta de mi lectura del nacimiento de la disciplina de acuerdo con la obra contemporánea de Kant. Otros dos trabajos que no se han mencionado hasta aquí son la publicación resumida de mi tesina doctoral (2011), cuyo interés se limita a la revisión académica de la escuela británica de psicoterapia existencial; y la publicación (2022) de la charla ofrecida en Oviedo a finales de 2021 sobre la fenomenología temprana de Binswanger. Junto al trabajo en prensa sobre Kant creo que es el único que puede rescatarse de lo por mí hasta ahora escrito. Ofrece un análisis del acercamiento de Binswanger a las Investigaciones lógicas de Husserl, de su lúcido reconocimiento de la impropiedad de estas para la psicopatología y su precipitado abandono por una llana antropología (véase Abettan, 2018). Creo que está bien fundamentado y que aporta una visión original de esta etapa del psiquiatra suizo. 🔷