Es tesis que Pablo Ramos viene sosteniendo desde hace tiempo la que reza que, a diferencia del resto de la medicina, «el campo empírico de la psiquiatría es internamente problemático» (La psicopatología como estabilizador de la psiquiatría, pp. 110-111). Se impone dirimir entonces el carácter de esta problematicidad: ¿radica en su objeto (lo cual la haría irremediablemente problemática) o en la insuficiencia de su modo de conocer? El título del trabajo parece dar ya la pista: si lo más que puede la psicopatología es estabilizar el campo empírico de la psiquiatría es porque la raíz de la inestabilidad es ontológica. De otro modo cabría la posibilidad, aunque no se hubiera visto por ahora cumplida, de postular una resolución o cierre de su saber, un anclaje definitivo. La inestabilidad es, pues, radical. Y a quienes quieren creer que el problema consiste en un aparataje epistémico insuficiente, Pablo Ramos les recuerda que «hay un problema de fondo tras esa dificultad epistemológica que es de índole ontológica y que no puede ser resuelto más que asumiendo una posición preferentemente pluralista y discontinua de la realidad» (p. 111). El saber psiquiátrico no puede, por naturaleza, dejar de ser problemático (p. 129). La verdad psiquiátrica es, según esto, inalcanzable.
Volvamos al saber científico, caracterizado por nexos ineludibles (p. 111) al servicio de una «verdad como identidad, como son las verdades matemáticas», verdades constituidas por «coincidencias entre procesos que revelan un entretejimiento necesario de aspectos de la realidad con independencia de la intervención de los individuos» (p. 112). Férreo saber del que el sujeto quedaría segregado. La ciencia ofrecería (o perseguiría) verdades ahistóricas, inhumanas, para cuya formulación el sujeto resultaría prescindible (esto pretendió en su día el neopositivismo, aunque no pudo sostenerlo demasiado tiempo). Pero ¿qué sujeto sufre tal marginación? Si tomamos el marco kantiano que evocan estas citas de Ramos (y otras en las pp. 117, 120, 129, 131...), entendemos que el autor está distinguiendo entre los juicios determinantes (como los matemáticos) y el saber propio de la vida, constituido por juicios reflexionantes (El esquema de lo concreto, 2002). Pero la presencia o ausencia del sujeto trascendental no delimita las alternativas del conocimiento, sólo caracteriza la fantasiosa emancipación analítica del empirismo que Ramos denuncia desde el principio: la ciencia empírico-analítica (p. 109; cabría añadir: la ciencia empírico-analítica ignara de sí, pero es en verdad superfluo ya que la ciencia empírico-analítica que campa por la psiquiatría no es otra más avisada). Si aceptamos el planteamiento kantiano, lo que podrá constituir una diferencia es, como Ramos también defiende, la historicidad del sujeto de la psiquiatría (pp. 118, 121) frente a la pretendida ahistoricidad del sujeto de la ciencia (pp. 115, 122); su capacidad para forjar un «lenguaje ligado a operaciones» (p. 115); para concertar un saber y articular un lenguaje situado, histórico, vivo (p. 111).
La equivocidad de lo subjetivo la reconoce el autor (p. 120). No debemos confundir el sujeto de conocimiento del que venimos escribiendo, y al que podemos denominar Ego (por el Ego trascendental); con el sujeto de la vida: real, corporal y doliente, al que podemos llamar persona (Ramos: «individuo como mundo de la vida atravesado por la lógica y la corporalidad, como logos y cuerpo», p. 114; «subjetividad como proceso lógico y como cuerpo», p. 121). El Ego se halla presente en toda modalidad de conocer, tanto la propia de las ciencias empíricas como la de las llamadas ciencias humanas. Por su parte, la persona constituye (o debe constituir), en su comprensión y cuidado, la razón de ser de la medicina, y su complejidad mundana es siempre ineludible: «no cabe disolverla como una clase vacía carente de las dimensiones corporales y sociales comunitarias. Quizá la subjetividad en toda su dificultad suponga el intento moderno fallido de pensar esa conexión perdida a través del marco sujeto-objeto» (p. 121). En efecto, la persona no es el Ego ni se explica por él. No pueden reducirse a la función que este ostenta de «suministrador de condiciones categoriales» (p. 117) todas «esas facticidades corporales y lógicas que somos como producto de la historia de la confrontación efectiva con la realidad (...) la apertura esencial de cada uno en cuanto individuo que es una vida que nace abierta» (p. 121). El sujeto que experiencia mundo no puede reducirse al Ego, aunque tampoco puede decirse que no tenga parentesco alguno con él: «Si bien la subjetividad es un constructo moderno en la manera en cómo ha sido conceptualizado sobre todo a partir de Kant, el rudimento que lo posibilita tiene su origen en el mismo proceso de hominización» (p. 118). Subjetividad general y sujeto particular (p. 117) engarzados, como en la siguiente reflexión del ex-campeón del mundo de ajedrez Garry Kasparov: «Cuando pienso en mi propia formación como sujeto que decide, debo remontarme a mi infancia» (Cómo la vida imita al ajedrez, parte II, cap. 12). Filogenia y su eterno retorno ontogenético participan en la construcción de una subjetividad que todo lo abarca y a nada se reduce, una subjetividad articulada en el mundo, entre planos, entre capas, en dinámica confusión.
En efecto: el saber que podemos denominar —imprecisamente pero en línea con lo antedicho— lógico, científico o determinante, viene a la fuerza de la mano de una ontología monista («un continuo absolutamente unitario y uniforme», p. 116; «un campo de experiencia homogéneo y uniforme», p. 123). Esto es: si ha de ser posible la lógica deducción de todos los procesos de este mundo, desde la creación hasta la muerte, se requiere un universo de materia una y homogénea (aunque pueda componerse en formas distintas), una materia continua que permita el encadenamiento de los pasos lógicos necesarios para su progresiva formación y regresiva intelección. De la neurona o el cortisol hasta la tristeza o la angustia. La materia debe ser la misma.
La necesidad de un saber situado responde, al contrario, a la tesis de una ontología pluralista (¡no nos confundamos: el saber situado no debe ser entendido como el saber provisional ante una inacabada lógica monista; ni como un saber ético, humanizado!). Si necesitamos un saber situado es porque asumimos que la vida es articulada, que es lo mismo que decir plural y discontinua. Vida, compuesta de planos entrelazados: Ego, subjetividad, persona, organismo, sociedad, mente, cuerpo, lógica, enfermedad... ¿acaso alguno de estos conceptos puede identificarse plenamente con otro, deducirse por completo de él? De ser así ya no constituirían dos planos sino uno solo. De ser así, nos bastaría la ciencia empírico-analítica. De ser así, no tendría la obra de Pablo Ramos la crucial importancia que le debe ser reconocida. Y sería todo mucho más aburrido.
Ambas orientaciones van de la mano, pues la psicopatología «actúa de facto ejercitándose como esquema, como ejercicio conceptual-relacional entre planos de realidad distintos, cada cual perteneciente a campos categoriales diferentes» (p. 125). Pero.
La gnoseología kantiana abre pues —con el aplauso del materialismo filosófico— el resquicio en la concepción unitaria, monolítica, aristotélica del mundo. Hay fracturas en él, irremediables. Fracturas que lo preñan de inestabilidad y lo hacen desesperadamente escurridizo: «La indisponibilidad efectiva es y va a ser estructural, la contingencia es necesaria e inevitable frente a las presuntas exigencias de que el mundo se puede revelar a nuestro conocimiento exhaustivamente, por completo» (Ramos, p. 117). Lo dice el materialismo filosófico, ¡gracias a Kant!, aunque le da —con razón— la vuelta: el mundo no es discontinuo porque el saber sea finito (y aunque sea así como se nos revela su discontinuidad, p. 112), ¡acabásemos!, sino que el saber es abierto debido a la pluralidad ontológica. La dificultad epistémica es de índole ontológica, advertía Ramos; y Bueno: «La cuestión acerca de los límites de la ciencia, del saber científico, no es independiente, por tanto, de la cuestión de los límites del mundo, del ser real (...) la limitación gnoseológica de las ciencias vendrá determinada por la limitación ontológica de sus objetos» (Bueno, 1990). Así la psiquiatría para Ramos: «Al estar ocupando un espacio complejo, in medias res, se las tiene que ver con una componenda de líneas de fuerza heterogéneas que no corresponden a un mismo y unívoco territorio, a un mismo campo de experiencia» (p. 122). El mundo se compone de un sinfín de elementos, de unidades, de entes individuales. El mundo no es un todo esencial descompuesto, despiezado, desmembrado o disyunto. El mundo se nos aparece como variedad de cosas, de entes, de regiones, comunicables pero distintas. Una pluralidad de teselas, diría Bueno. No hay un todo, matemáticamente analizable: «Para el materialismo filosófico, la Naturaleza es un mito; sólo cabe hablar de naturalezas, con minúscula y en plural» (Bueno, 2004, Tesis 8, p. 32). Del mismo modo invita Ramos a combatir la totalización mitológica o ideológica de «los diferentes planos ontológicos con los que se tiene que enfrentar la psiquiatría» (p. 127, cf. p. 113), a saber y para que no suene hueco: sintomático, biográfico, social, familiar, laboral, cultural, académico, biomédico, genético, farmacológico, etc. (p. 130).
Ante la metafísica del mundo uno (¡mitofísica!, cf. p. 129, §1), la filosofía trascendental kantiana sirve a una ciencia de lo finito y fragmentario, de la materia plural, pues lo fenoménico —tal como lo entendía Bueno en aquellos mismos noventa recién estrenados— se opone en definitiva «no al noúmeno, sino a la esencia» (Bueno, 1990).
Epistemología (Ego)
Pero no cede Ramos tan pronto la epistémica lid. Empieza, de hecho, por batir este suelo: ¿qué diferencia hay entre psiquiatría y ciencia? Responde: el lugar del sujeto, la distinta ubicación del observador. Frente a una perspectiva científica externa (fundada en «visiones del campo desde fuera de él», p. 111; cf. p. 123), hallaríamos un saber psiquiátrico que parte de la experiencia clínica, de la praxis cotidiana, que opera desde dentro de la realidad (p. 128). La ciencia se caracterizaría como un saber distante, impropio de la práctica situada de la psiquiatría.[Otra peligrosa posición subjetiva, en la que aquí no nos vamos a detener, es denunciada por Pablo Ramos: junto al excéntrico sujeto epistémico de la ciencia, reprueba un sujeto «disuelto en los procesos discursivos en los que interviene» (p. 111) y que pasa así a poder ser considerado «parte del campo como efecto suyo» (idem). Si disgusta a Ramos el sujeto remoto de la ciencia, no menos condena al sujeto cautivo de la realidad biopolítica. Esto es: advierte de la impertinencia de una subjetividad como mero producto social, condensación de una discursividad suprasubjetiva. Véase al respecto de todo esto su trabajo Vida, psiquiatría y biopolítica: un asunto psicopatológico].
Volvamos al saber científico, caracterizado por nexos ineludibles (p. 111) al servicio de una «verdad como identidad, como son las verdades matemáticas», verdades constituidas por «coincidencias entre procesos que revelan un entretejimiento necesario de aspectos de la realidad con independencia de la intervención de los individuos» (p. 112). Férreo saber del que el sujeto quedaría segregado. La ciencia ofrecería (o perseguiría) verdades ahistóricas, inhumanas, para cuya formulación el sujeto resultaría prescindible (esto pretendió en su día el neopositivismo, aunque no pudo sostenerlo demasiado tiempo). Pero ¿qué sujeto sufre tal marginación? Si tomamos el marco kantiano que evocan estas citas de Ramos (y otras en las pp. 117, 120, 129, 131...), entendemos que el autor está distinguiendo entre los juicios determinantes (como los matemáticos) y el saber propio de la vida, constituido por juicios reflexionantes (El esquema de lo concreto, 2002). Pero la presencia o ausencia del sujeto trascendental no delimita las alternativas del conocimiento, sólo caracteriza la fantasiosa emancipación analítica del empirismo que Ramos denuncia desde el principio: la ciencia empírico-analítica (p. 109; cabría añadir: la ciencia empírico-analítica ignara de sí, pero es en verdad superfluo ya que la ciencia empírico-analítica que campa por la psiquiatría no es otra más avisada). Si aceptamos el planteamiento kantiano, lo que podrá constituir una diferencia es, como Ramos también defiende, la historicidad del sujeto de la psiquiatría (pp. 118, 121) frente a la pretendida ahistoricidad del sujeto de la ciencia (pp. 115, 122); su capacidad para forjar un «lenguaje ligado a operaciones» (p. 115); para concertar un saber y articular un lenguaje situado, histórico, vivo (p. 111).
La equivocidad de lo subjetivo la reconoce el autor (p. 120). No debemos confundir el sujeto de conocimiento del que venimos escribiendo, y al que podemos denominar Ego (por el Ego trascendental); con el sujeto de la vida: real, corporal y doliente, al que podemos llamar persona (Ramos: «individuo como mundo de la vida atravesado por la lógica y la corporalidad, como logos y cuerpo», p. 114; «subjetividad como proceso lógico y como cuerpo», p. 121). El Ego se halla presente en toda modalidad de conocer, tanto la propia de las ciencias empíricas como la de las llamadas ciencias humanas. Por su parte, la persona constituye (o debe constituir), en su comprensión y cuidado, la razón de ser de la medicina, y su complejidad mundana es siempre ineludible: «no cabe disolverla como una clase vacía carente de las dimensiones corporales y sociales comunitarias. Quizá la subjetividad en toda su dificultad suponga el intento moderno fallido de pensar esa conexión perdida a través del marco sujeto-objeto» (p. 121). En efecto, la persona no es el Ego ni se explica por él. No pueden reducirse a la función que este ostenta de «suministrador de condiciones categoriales» (p. 117) todas «esas facticidades corporales y lógicas que somos como producto de la historia de la confrontación efectiva con la realidad (...) la apertura esencial de cada uno en cuanto individuo que es una vida que nace abierta» (p. 121). El sujeto que experiencia mundo no puede reducirse al Ego, aunque tampoco puede decirse que no tenga parentesco alguno con él: «Si bien la subjetividad es un constructo moderno en la manera en cómo ha sido conceptualizado sobre todo a partir de Kant, el rudimento que lo posibilita tiene su origen en el mismo proceso de hominización» (p. 118). Subjetividad general y sujeto particular (p. 117) engarzados, como en la siguiente reflexión del ex-campeón del mundo de ajedrez Garry Kasparov: «Cuando pienso en mi propia formación como sujeto que decide, debo remontarme a mi infancia» (Cómo la vida imita al ajedrez, parte II, cap. 12). Filogenia y su eterno retorno ontogenético participan en la construcción de una subjetividad que todo lo abarca y a nada se reduce, una subjetividad articulada en el mundo, entre planos, entre capas, en dinámica confusión.
Esta subjetividad lógica encarnada constituye para Ramos (pp. 121-122) el tema inescapable de la psiquiatría.
Ontología (persona)
La definición de la persona no es pues, queda ya claro, un asunto epistemológico sino ontológico, antropológico. Y aquí radica el problema de fondo, como sostenía Ramos: «hay un problema de fondo tras esa dificultad epistemológica que es de índole ontológica y que no puede ser resuelto más que asumiendo una posición preferentemente pluralista y discontinua de la realidad» (p. 111).
En efecto: el saber que podemos denominar —imprecisamente pero en línea con lo antedicho— lógico, científico o determinante, viene a la fuerza de la mano de una ontología monista («un continuo absolutamente unitario y uniforme», p. 116; «un campo de experiencia homogéneo y uniforme», p. 123). Esto es: si ha de ser posible la lógica deducción de todos los procesos de este mundo, desde la creación hasta la muerte, se requiere un universo de materia una y homogénea (aunque pueda componerse en formas distintas), una materia continua que permita el encadenamiento de los pasos lógicos necesarios para su progresiva formación y regresiva intelección. De la neurona o el cortisol hasta la tristeza o la angustia. La materia debe ser la misma.
La necesidad de un saber situado responde, al contrario, a la tesis de una ontología pluralista (¡no nos confundamos: el saber situado no debe ser entendido como el saber provisional ante una inacabada lógica monista; ni como un saber ético, humanizado!). Si necesitamos un saber situado es porque asumimos que la vida es articulada, que es lo mismo que decir plural y discontinua. Vida, compuesta de planos entrelazados: Ego, subjetividad, persona, organismo, sociedad, mente, cuerpo, lógica, enfermedad... ¿acaso alguno de estos conceptos puede identificarse plenamente con otro, deducirse por completo de él? De ser así ya no constituirían dos planos sino uno solo. De ser así, nos bastaría la ciencia empírico-analítica. De ser así, no tendría la obra de Pablo Ramos la crucial importancia que le debe ser reconocida. Y sería todo mucho más aburrido.
¿Un materialismo trascendental?
La apuesta de Pablo Ramos por el materialismo filosófico como modelo para la comprensión del ámbito de experiencia de la psiquiatría nos parece pertinentísima y no menos reveladora que su invitación años atrás a la epistemología kantiana como marco del esquema psicopatológico.
Ambas orientaciones van de la mano, pues la psicopatología «actúa de facto ejercitándose como esquema, como ejercicio conceptual-relacional entre planos de realidad distintos, cada cual perteneciente a campos categoriales diferentes» (p. 125). Pero.
Pero, ¿qué estamos diciendo? ¿Kant y el materialismo filosófico juntos? El materialismo de don Gustavo Bueno se ha definido (así lo hizo al menos con ocasión del bicentenario de la muerte de Kant) precisamente por oposición al trascendentalismo kantiano. Merece pues alguna justificación por nuestra parte (de incomparable envergadura es la que ofrece Javier Pérez Jara en El Ego Trascendental como Ego lógico en el materialismo filosófico). Tomemos para nuestro análisis el texto al que hace explícita referencia Ramos: el Ignoramus, ignorabimus! (Bueno, 1990) citado en la página 113, cuando se dice: «desde las neuronas y los procesos neuronales no podemos reconstruir la actividad de la conciencia. Faltan pasos intermedios que desconocemos y desconoceremos». Reconoce Bueno explícita y repetidamente en este texto el papel de Kant y su concepto de noúmeno en la identificación del límite trascendental del conocimiento: «advertimos las estrechas analogías que existen entre el “debate sobre el Ignorabimus!” suscitado por du Bois-Reymond en torno a los años setenta del siglo [XIX] y el debate que sobre el noúmeno (o la cosa en sí) suscitó Kant un siglo antes a raíz de la publicación, en 1781, de la Crítica de la Razón Pura»; y añade: «La función gnoseológica del noúmeno [cumple] la crítica de la concepción o teoría de la ciencia según la cual la ciencia ha de ser infinita y unitaria, es decir, divina (la mathesis universalis cartesiana), una ciencia de lo necesario, para ser ciencia».
La gnoseología kantiana abre pues —con el aplauso del materialismo filosófico— el resquicio en la concepción unitaria, monolítica, aristotélica del mundo. Hay fracturas en él, irremediables. Fracturas que lo preñan de inestabilidad y lo hacen desesperadamente escurridizo: «La indisponibilidad efectiva es y va a ser estructural, la contingencia es necesaria e inevitable frente a las presuntas exigencias de que el mundo se puede revelar a nuestro conocimiento exhaustivamente, por completo» (Ramos, p. 117). Lo dice el materialismo filosófico, ¡gracias a Kant!, aunque le da —con razón— la vuelta: el mundo no es discontinuo porque el saber sea finito (y aunque sea así como se nos revela su discontinuidad, p. 112), ¡acabásemos!, sino que el saber es abierto debido a la pluralidad ontológica. La dificultad epistémica es de índole ontológica, advertía Ramos; y Bueno: «La cuestión acerca de los límites de la ciencia, del saber científico, no es independiente, por tanto, de la cuestión de los límites del mundo, del ser real (...) la limitación gnoseológica de las ciencias vendrá determinada por la limitación ontológica de sus objetos» (Bueno, 1990). Así la psiquiatría para Ramos: «Al estar ocupando un espacio complejo, in medias res, se las tiene que ver con una componenda de líneas de fuerza heterogéneas que no corresponden a un mismo y unívoco territorio, a un mismo campo de experiencia» (p. 122). El mundo se compone de un sinfín de elementos, de unidades, de entes individuales. El mundo no es un todo esencial descompuesto, despiezado, desmembrado o disyunto. El mundo se nos aparece como variedad de cosas, de entes, de regiones, comunicables pero distintas. Una pluralidad de teselas, diría Bueno. No hay un todo, matemáticamente analizable: «Para el materialismo filosófico, la Naturaleza es un mito; sólo cabe hablar de naturalezas, con minúscula y en plural» (Bueno, 2004, Tesis 8, p. 32). Del mismo modo invita Ramos a combatir la totalización mitológica o ideológica de «los diferentes planos ontológicos con los que se tiene que enfrentar la psiquiatría» (p. 127, cf. p. 113), a saber y para que no suene hueco: sintomático, biográfico, social, familiar, laboral, cultural, académico, biomédico, genético, farmacológico, etc. (p. 130).
Ante la metafísica del mundo uno (¡mitofísica!, cf. p. 129, §1), la filosofía trascendental kantiana sirve a una ciencia de lo finito y fragmentario, de la materia plural, pues lo fenoménico —tal como lo entendía Bueno en aquellos mismos noventa recién estrenados— se opone en definitiva «no al noúmeno, sino a la esencia» (Bueno, 1990).
Conclusión
Ramos propone así una psiquiatría materialista, pero materialista de verdad, y subjetiva. Una psiquiatría materialista que nada tiene que ver, huelga decirlo, mas por si acaso, con el materialismo tosco de un biologicismo ramplón de fallidas pretensiones ideal-analíticas, ahistóricas y universales. Un materialismo que lo es (frente a los idealismos totalizantes, p. 113) porque está en el mundo, porque lo toca, lo palpa y siente sus junturas; materialismo que no puede sino llevar a concluir que «la práctica psiquiátrica no se puede ejercer desde fuera, sin implicarse in medias res en su ejercicio, no se puede acotar un espacio exterior e intervenir asépticamente controlando variables abstractas, preferentemente numéricas. No hay más remedio que hacerlo desde dentro, desde el ejercicio concreto de la práctica clínica y en confrontación con lo que se ofrece, y es a partir de ahí que se puede reconstruir el contexto de forma reflexionante» (p. 128).