A los pies del monte Licabeto.
— Me parece una sabia decisión. Dejemos que cada cual elija como quiere o precisa, según el caso, ser atendido: si por Alexikakos, por ti o incluso por alguno de tus esclavos.
— Se me ocurre ahora, sin embargo, que si cada ciudadano acude a quien más le ayuda se hará de por sí evidente qué habilidades y conocimientos son los que deben ser preferidos por la ciudad.
— Por lo que veo no andas tan perdido respecto a lo que se debe hacer como me habías hecho creer al principio.
— Mucho me temo que sin tu colaboración no hubiera llegado a tales conclusiones y que gracias a ti he dicho más cosas de las que tenía en mi interior.
— Ahora que has aclarado tus pensamientos permíteme que te deje, pues me esperan hace ya un rato en el ágora Erasístrato y Herófilo para tratar otro asunto de importancia.
— Ve tranquilo, Hipócrates, por Zeus. Demasiado tiempo me has dedicado, espero que los dioses me den ocasión de agradecértelo. 🕀
— Cuánto me alegra, Hipócrates, tu paso por Atenas. ¿Hace mucho que has llegado?
— Desembarqué hace tres días, Simón, en el Pireo, procedente de Cos, para atender unos asuntos que me eran ya inaplazables.
— Cuánto me agradaría que pudiéramos, entre las muchas ocupaciones que seguro te reclaman, encontrar algún rato para dialogar y conocer tu opinión sobre la marcha de nuestra ciudad. Pero déjame, ya que he tenido la suerte de encontrarte, que te pida consejo sobre un asunto que me quita el sueño y no sé cómo resolver.
— Te escucho.
— Cada vez hay más enfermos, Hipócrates, y ya no los podemos atender como tú nos enseñaste.
— ¿Y qué has pensado, Simón?
— Sin duda hay que invertir más dinero. Las guerras han mermado mucho las arcas de la ciudad y apenas hay para lo imprescindible. Pero la atención a la salud de nuestros conciudadanos es irrenunciable, ¿no te lo parece?
— Así lo creo. ¿Y de dónde crees que se puede obtener el dinero necesario?
— Habrá que hacer que los que más tienen paguen más. La distribución de la riqueza es muy desigual y no llega a los más necesitados, que son la mayoría.
— Parece razonable, para ello se establecieron los diez talentos anuales de la eisphora. Pero dime: ¿quienes son estos ricos de los que hablas y a quienes exiges nuevas liturgias? ¿Te refieres a los trescientos o también a otros?
— Muchos otros tienen más de lo que necesitan para vivir.
— Tú, Simón, no vives mal, tienes un buen puesto en la Asamblea, has heredado una pequeña propiedad que te permite alimentar a tu familia durante todo el año. En tu casa no faltan tapices ni almohadones de lana. ¿Acaso no podrías hacer un poco más de esfuerzo para ayudar a quienes padecen hambre y no tienen un techo bajo el que refugiarse? Como recordarás, yo mismo os dije: «Ofreced vuestros servicios de vez en cuando a cambio de nada». ¿Lo has hecho así?
— Para la luna nueva del targelión sangré a un hombre sin pedirle nada. Pero mis obligaciones no me permiten hacerlo a menudo. La ciudad debe garantizar que se puedan prestar estos cuidados.
— Te angustia la necesidad pero pides que sean otros quienes la resuelvan.
— Dime, Hipócrates, ¿no hay acaso simoritas suficientes en nuestra ciudad que, dando sólo un poco de lo mucho que tienen, estarían dando cien veces lo que yo puedo ofrecer? ¿No les cuesta a ellos menos obtener y derrochar un talento que a mí ahorrar un simple dracma?
— Cierto es. Pidámosles entonces un mayor esfuerzo. ¿En qué lo vamos a invertir, Simón?
— En lo que decida la mayoría en la Asamblea, Hipócrates.
— Parece sensato. ¿Crees que la mayoría decidirá pensando en su particular interés o en el bien común?
— En el bien común, sin ninguna duda.
— Lo afirmas con rotundidad.
— Estoy convencido de ello.
— Examinémoslo en un ejemplo cercano. ¿Cuántos ayudantes crees que necesitas en tu consultorio para atender como es debido a tus enfermos?
— Estimo que dos médicos bien formados alcanzarían para los cuidados que se precisan.
— Dos médicos entonces.
— Aunque también es cierto que algunos enfermos parecen estar más necesitados de consuelo del alma que de cuidados del cuerpo. Y es verdad que a menudo los veo llegar, charlar un rato con alguno de mis esclavos y marcharse, sin pedir siquiera que yo los vea.
— Tal vez entonces con un médico más y, aventuro, dos esclavos, bastaría para las necesidades de tu consultorio.
— No lo tengo claro, Hipócrates. Precisamente esto me ha sugerido mi esposa pero no sé si sería suficiente.
— ¿Qué podemos hacer, entonces, si ni siquiera vosotros dos, que os sé bien avenidos, y a tu mujer, Elinor, de corazón no menos bondadoso que el tuyo, os podéis poner de acuerdo?
— Se me ocurre que podríamos preguntar a los enfermos.
— Parece una excelente idea, Simón. Pero ¿no resultará que cada uno de ellos pedirá según su particular necesidad y que, siendo enfermos, no se les puede reprochar que lo hagan de este modo, pues legítimamente piden aquello que precisan?
— Es muy pertinente lo que dices, Hipócrates.
— ¿No resultará entonces de ello que no prevalecerá el bien común que andábamos buscando sino el particular interés según el caso?
— No lo puedo ver de otro modo.
— Descartemos entonces esta opción y volvamos al acuerdo entre Elinor y tú. Si con ella, la mujer con la que has decidido compartir tu vida, vemos que es difícil de alcanzar, ¿cómo sería posible con Alexikakos, a quien bien conoces, otro muy querido y aventajado discípulo mío, como tú lo eres, y por quien tampoco puedo dejar de velar como no podrían los troyanos renunciar menos a Macaón que a Podalirio?
— Bien sabes en cuánta estima tengo yo también a Alexikakos, y cómo aprecio su talento y valoro su amistad. No quiero sin duda para él menos de lo que para mí reclamo. Tal vez deberíamos dejar que sean los enfermos quienes decidan a quién acudir, según la necesidad de cada uno de ellos y en función de las distintas cualidades de cada uno de nosotros. No se puede negar y no creo que sea reprobable el hecho de que cada cual ha desarrollado tus enseñanzas a su modo, alcanzando él envidiable éxito en sus recomendaciones sobre la dieta, mientras yo me he ejercitado en el perfeccionamiento de las sangrías y ganado alguna fama en el uso de los emplastos.
— Desembarqué hace tres días, Simón, en el Pireo, procedente de Cos, para atender unos asuntos que me eran ya inaplazables.
— Cuánto me agradaría que pudiéramos, entre las muchas ocupaciones que seguro te reclaman, encontrar algún rato para dialogar y conocer tu opinión sobre la marcha de nuestra ciudad. Pero déjame, ya que he tenido la suerte de encontrarte, que te pida consejo sobre un asunto que me quita el sueño y no sé cómo resolver.
— Te escucho.
— Cada vez hay más enfermos, Hipócrates, y ya no los podemos atender como tú nos enseñaste.
— ¿Y qué has pensado, Simón?
— Sin duda hay que invertir más dinero. Las guerras han mermado mucho las arcas de la ciudad y apenas hay para lo imprescindible. Pero la atención a la salud de nuestros conciudadanos es irrenunciable, ¿no te lo parece?
— Así lo creo. ¿Y de dónde crees que se puede obtener el dinero necesario?
— Habrá que hacer que los que más tienen paguen más. La distribución de la riqueza es muy desigual y no llega a los más necesitados, que son la mayoría.
— Parece razonable, para ello se establecieron los diez talentos anuales de la eisphora. Pero dime: ¿quienes son estos ricos de los que hablas y a quienes exiges nuevas liturgias? ¿Te refieres a los trescientos o también a otros?
— Muchos otros tienen más de lo que necesitan para vivir.
— Tú, Simón, no vives mal, tienes un buen puesto en la Asamblea, has heredado una pequeña propiedad que te permite alimentar a tu familia durante todo el año. En tu casa no faltan tapices ni almohadones de lana. ¿Acaso no podrías hacer un poco más de esfuerzo para ayudar a quienes padecen hambre y no tienen un techo bajo el que refugiarse? Como recordarás, yo mismo os dije: «Ofreced vuestros servicios de vez en cuando a cambio de nada». ¿Lo has hecho así?
— Para la luna nueva del targelión sangré a un hombre sin pedirle nada. Pero mis obligaciones no me permiten hacerlo a menudo. La ciudad debe garantizar que se puedan prestar estos cuidados.
— Te angustia la necesidad pero pides que sean otros quienes la resuelvan.
— Dime, Hipócrates, ¿no hay acaso simoritas suficientes en nuestra ciudad que, dando sólo un poco de lo mucho que tienen, estarían dando cien veces lo que yo puedo ofrecer? ¿No les cuesta a ellos menos obtener y derrochar un talento que a mí ahorrar un simple dracma?
— Cierto es. Pidámosles entonces un mayor esfuerzo. ¿En qué lo vamos a invertir, Simón?
— En lo que decida la mayoría en la Asamblea, Hipócrates.
— Parece sensato. ¿Crees que la mayoría decidirá pensando en su particular interés o en el bien común?
— En el bien común, sin ninguna duda.
— Lo afirmas con rotundidad.
— Estoy convencido de ello.
— Examinémoslo en un ejemplo cercano. ¿Cuántos ayudantes crees que necesitas en tu consultorio para atender como es debido a tus enfermos?
— Estimo que dos médicos bien formados alcanzarían para los cuidados que se precisan.
— Dos médicos entonces.
— Aunque también es cierto que algunos enfermos parecen estar más necesitados de consuelo del alma que de cuidados del cuerpo. Y es verdad que a menudo los veo llegar, charlar un rato con alguno de mis esclavos y marcharse, sin pedir siquiera que yo los vea.
— Tal vez entonces con un médico más y, aventuro, dos esclavos, bastaría para las necesidades de tu consultorio.
— No lo tengo claro, Hipócrates. Precisamente esto me ha sugerido mi esposa pero no sé si sería suficiente.
— ¿Qué podemos hacer, entonces, si ni siquiera vosotros dos, que os sé bien avenidos, y a tu mujer, Elinor, de corazón no menos bondadoso que el tuyo, os podéis poner de acuerdo?
— Se me ocurre que podríamos preguntar a los enfermos.
— Parece una excelente idea, Simón. Pero ¿no resultará que cada uno de ellos pedirá según su particular necesidad y que, siendo enfermos, no se les puede reprochar que lo hagan de este modo, pues legítimamente piden aquello que precisan?
— Es muy pertinente lo que dices, Hipócrates.
— ¿No resultará entonces de ello que no prevalecerá el bien común que andábamos buscando sino el particular interés según el caso?
— No lo puedo ver de otro modo.
— Descartemos entonces esta opción y volvamos al acuerdo entre Elinor y tú. Si con ella, la mujer con la que has decidido compartir tu vida, vemos que es difícil de alcanzar, ¿cómo sería posible con Alexikakos, a quien bien conoces, otro muy querido y aventajado discípulo mío, como tú lo eres, y por quien tampoco puedo dejar de velar como no podrían los troyanos renunciar menos a Macaón que a Podalirio?
— Bien sabes en cuánta estima tengo yo también a Alexikakos, y cómo aprecio su talento y valoro su amistad. No quiero sin duda para él menos de lo que para mí reclamo. Tal vez deberíamos dejar que sean los enfermos quienes decidan a quién acudir, según la necesidad de cada uno de ellos y en función de las distintas cualidades de cada uno de nosotros. No se puede negar y no creo que sea reprobable el hecho de que cada cual ha desarrollado tus enseñanzas a su modo, alcanzando él envidiable éxito en sus recomendaciones sobre la dieta, mientras yo me he ejercitado en el perfeccionamiento de las sangrías y ganado alguna fama en el uso de los emplastos.
— Me parece una sabia decisión. Dejemos que cada cual elija como quiere o precisa, según el caso, ser atendido: si por Alexikakos, por ti o incluso por alguno de tus esclavos.
— Se me ocurre ahora, sin embargo, que si cada ciudadano acude a quien más le ayuda se hará de por sí evidente qué habilidades y conocimientos son los que deben ser preferidos por la ciudad.
— Entonces sabremos sin duda dónde hay que invertir el dinero que reclamabas a los ricos.
— Es posible además que se pongan de manifiesto necesidades que no habíamos sospechado, o que se revelen innecesarias atenciones que habíamos creído irrenunciables.
— Así puede suceder, en efecto.
— Tal vez no sea entonces tan necesaria le mediación de la Asamblea. Si, por otra parte y como parece razonable anticipar, los ciudadanos procuran por favorecer y conservar el arte de quien mejor que otro les ayuda (pues no sería digno de un ateniense recibir un bien tan preciado sin ofrecer a cambio otro del mismo valor), no parece que quien tan buen servicio ofrece deba padecer por su sustento o precisar del auxilio de la ciudad.
— No carece de sentido lo que dices, Simón. Mas ¿qué haremos con aquellos que de ningún modo pueden retribuir la atención que les resulta necesaria?
— Tú nos lo has enseñado, Hipócrates: habrá que ofrecérsela de todos modos. Es nuestro deber como ciudadanos y como médicos.
— Pero tú tienes también que comer y vestirte, Simón, y velar por tu familia. ¿Cómo lo harás si son muchos los que precisan sin tener y nadie recompensa tus servicios?
— Es verdad que no podrán ser los más los que así sean atendidos, aunque con la ayuda de los que más tienen sí podría auxiliarse a los que se hallen en mayor apuro.
— Tú nos lo has enseñado, Hipócrates: habrá que ofrecérsela de todos modos. Es nuestro deber como ciudadanos y como médicos.
— Pero tú tienes también que comer y vestirte, Simón, y velar por tu familia. ¿Cómo lo harás si son muchos los que precisan sin tener y nadie recompensa tus servicios?
— Es verdad que no podrán ser los más los que así sean atendidos, aunque con la ayuda de los que más tienen sí podría auxiliarse a los que se hallen en mayor apuro.
— Pero ¿no resultará entonces que aquellos que, por tener más, más contribuyan, quieran decidir el modo en que prefieren socorrer a sus conciudadanos? ¿No sería eso legítimo?
— Supongo que sí lo sería, Hipócrates.
— Y ¿no sería deseable que aquellos que reciben la ayuda pudieran encontrar algún modo de corresponderla para sentirse dignos ciudadanos?
— También eso creo que resultaría necesario para hacer honor a los logros de nuestra democracia.
— Por lo que veo no andas tan perdido respecto a lo que se debe hacer como me habías hecho creer al principio.
— Mucho me temo que sin tu colaboración no hubiera llegado a tales conclusiones y que gracias a ti he dicho más cosas de las que tenía en mi interior.
— Ahora que has aclarado tus pensamientos permíteme que te deje, pues me esperan hace ya un rato en el ágora Erasístrato y Herófilo para tratar otro asunto de importancia.
— Ve tranquilo, Hipócrates, por Zeus. Demasiado tiempo me has dedicado, espero que los dioses me den ocasión de agradecértelo. 🕀